viernes, marzo 26, 2004

“Buscando salidas” (1999)

No sé que pensé cuando conocí a esa pendeja. Creo que le hice un favor cuando la invite a salir. Decía que me quería. ¿Quererme? Si no me daba libertad; no me dejaba estar un rato con los pibes escabiando en paz o jugando un rato a las cartas. Pero por suerte duró poco. ¡Cómo le dejé la jeta! Ella sabía que lo hacía porque la quería. Siempre lo dije: Más vale un buen golpe a tiempo, que terminar subordinado por una mina.

Ella me decía que había llegado para cambiarme la vida, que estando juntos nada ni nadie podría doblegar nuestro amor. ¿Qué sé yo?. No fue difícil olvidar su sexo rutinario; siempre aparecía alguna amante desolada que me hacía sentir millonario por un instante, aunque sea en un viejo colchón y por un par de horas. Nunca estuve solo. La soledad se apiadó muy rápidamente de mí, convirtiéndose en el compañero más ruin que pude haber tenido en mucho tiempo. Viejos conocidos se transformaron en íntimos amigos, y con la velocidad que impone la desesperación de sentirse acompañado encontraron la forma de mantenerme al margen del destino, de hacerme dormir eternamente sin la necesidad de despertar, de sentir el mundo lejos de mis pies y muy cerca de mis manos. Descubrí que podía observar al mundo sin ser descubierto, que podía caminar por una senda diferente a la del resto de los mortales. Podía volar sin siquiera despegar y ver todo desde muy arriba.

Poco a poco me fui entregando a las delicias de ser un solitario, alejado de los compromisos y de la estúpida definición de persona responsable, que le coloca este sistema a toda aquella persona ocupada en malgastar su tiempo en un empleo inmundo o aburguesado en el cómodo sillón de la casa de su novia, como si eso fuese realmente la vida. Me reía de todo aquel que tan solo atinara a imaginar tan terrible disparate. ¿Eso era vida? Esto es vida.

Nada se comparaba a un porro con los pibes, colgarte un par de horas en cualquiera o estar re-duro un fin de semana. Todo era un Flash, era como una montaña rusa lenta en la que los coches se deslizaban sin hacer ruido, donde una música suave y placentera acompañaba cada uno de los movimientos, un vuelo suave y eterno sobre un cielo plagado de inmortalidad. Pero cuando volvía, cuando me estrellaba de nuevo contra el piso, cuando las drogas se acababan y había que comprar más o bancársela, ahí comenzaban mis angustias eternas, insoportables. Odiaba dejar de volar para volver a caminar. No podía entender que disfrutar fuese compartir, que se pudiese reír sin fumar o que alguien fuese capaz de soportar la intensidad emotiva que genera la tristeza o la felicidad, sin la necesidad imperiosa de evadirla. Necesitaba escapar, pero estaba solo, sin ningún lugar a donde ir.

El tiempo pasaba y la droga iba escaseando. Robar se había convertido en una costumbre a la hora de conseguir más y más. Yo no era ese, nunca lo fui. Se estaba haciendo demasiado tarde para todo. Quería una mina, necesitaba una. Mi mente me pedía una compañía, mi piel exigía una caricia, pero mi cuerpo me imploraba y me obligaba a más, más y más. Debía hacer algo, tenía que dejar todo ahora, pero siempre optaba por seguir con la humillante carrera del perdedor, la que ganaba holgadamente con el orgullo de ser el mejor.

Lo mejor era volver ha estar con alguna minita, pero en ese estado no iba a llegar a ningún lado. Estaba preso en mi mismo, encerrado en mi pequeño mundo; me sobraba el espacio, pero no me sentía solo, aunque tampoco del todo acompañado. Yo podía salir de esta, un pibe como yo no necesitaba más que desearlo para lograrlo, proponérselo y listo, nada más. Dejaba la falopa y ya estaba de nuevo en camino, como si nada hubiese pasado.

Dejé de tomar por un par de días, pero nada, estaba desesperado. Me encerré en casa y no salí por semanas, perdí todo tipo de contacto con el mundo exterior, aquel del que me sentía tan ajeno, pero nada. La angustia era peor que cualquier remedio casero. Pensaba en mis ratos de hipócrita lucidez como hacerlo, como huir, hasta que al fin descubrí la forma de no consumir más. Estaba seguro que si tomaba mucha, mucha y de la buena, me iba a asquear de todo, iba a ser como un empacho, nunca más necesitaría tomar, no podía fallar. Y así fue.

Fui a lo del Pollo con lo mejor de la mejor y me la tomé toda, toda, toda, de un saque, toda junta, sin parar. No podía ni respirar, no tenía más lugar para nada. Me temblaba cada centímetro del cuerpo, empecé a sentir un rechazo interno hacia todo tipo de sustancias, tenía una sensación nauseabunda hacia todo lo que me rodeaba. Me recosté saturado y satisfecho en medio de mis ultimas alucinaciones a la espera del milagro y si no hubiese sido por ese ser encapuchado de rostro pálido y cadavérico que interrumpió mi desesperado sueño de libertad, hoy te juro que volvería con esa pendeja que una vez me dijo: “Llegué para cambiarte la vida”.

Santiago Tortora



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